“Bailar un tango es un acto misterioso” decían Los profanadores de la verdad mientras bebían mate y vino sentados en la vereda de California y Herrera, mucho antes de que la autopista destruyese la dignidad de los adoquines de Barracas.
Reunidos en las noches de calor del verano porteño intercambiaban opiniones y saberes en plena calle. La barra milonguera encabezada por Gumersindo Richter sostenía que los terremotos eran manifestaciones coreográficas del planeta, manifestaciones reprimidas por un sentimiento de orfandad cósmica.
“Somos de un planeta que no conoce a su vieja” dijo Pablo Almafuerte.
“Nosotros sobrevivimos gracias a la represión del planeta” remató el Pollo García y se ligó un misterioso zapatazo en la oreja que lo dejó mudo para siempre.
“Fue el zapatazo didáctico de Dios” aseguró Emiliano Percuco.
“Para bailar el tango la primera condición es poder levitar” aseveraba Raúl de la Torre, bailarín profesional del Club Social El purrete silencioso de Pompeya. Su padre era un ex padre católico que había dejado los hábitos pues su capacidad de levitar confundió a sus colegas y lo acusaron de estar endemoniado. Cansado de explicar que algunos fenómenos naturales no tienen nada que ver con el demonio se dedicó con gran éxito a bailar tango. Así entre bailongo y bailongo conoció a la cantante Severina López y al poco tiempo nació Raúl que dio sus primeros pasos en el aire para bajar de la cuna y agarrar un sonajero.
El maestro Natalio Cartageno aseguraba que “no sería posible hacer un corte y una quebrada decente sin tener control absoluto de nuestro cuerpo. Afirmaba que los pingüinos pese a sus nobles esfuerzos nunca han podido bailar El choclo. Para dominar la técnica hay que bailar en las cornisas de edificios de por lo menos 15 pisos y practicar equilibrio caminando a grandes alturas. Sobre alambres y sin red”
Los bailarines de Barracas aseguraban que podían danzar mejor el vals estudiando los movimientos precisos de un giróscopo puesto en diferentes planos inclinados. Otros más cerebrales, en Palermo viejo, empujados por el malsano deseo de ser mejores, estudiaban matemáticas y con complejas ecuaciones pretendían encontrar “los pasos perfectos”.
A raíz de esto el malevo Oliverio Céspedes sostenía que el número es imperfecto por naturaleza y que nadie podría bailar Desde el alma apoyado en una ecuación aritmética pues “la perfección no existe en los números; existe entre los números y nunca se mezcla con abstracciones de este tenor porque simplemente le hace mal.”
En su novela “La suma mató a tu hermana” nos explica que el número no nos deja amar a la mujer que queremos porque inevitablemente divide al amor en falsos pedacitos mensurables, donde los porcentajes nos llevan siempre, o casi siempre, por el camino errado.
Fernando Abhisit López “el cachafaz de Constitución” dice en su ensayo De tangarum natura que la tristeza es un ingrediente necesario para bailar bien el tango, “si querés hacer una marca precisa, tenes que haber sufrido un poco, no te digo martillarte la mano una vez por día, o golpearte la cabeza contra la puerta antes de acostarte, sino haber sido abandonado por la mujer amada o ser despreciado por tu vieja.”
Don Fernando Abhisit sostenia que a la noche hay alguien eterno bailando un tango en una agonía ancestral, donde los milagros y nuestra pequeñez se confunden en la oscuridad.
Cuando la luna me embriaga con su luz para que sienta cierto desamparo, cierta desesperación, bailo un tango amable para no enloquecer; hasta que por fin con su ojo me deshace en una sombra que se pierde en sueños, y me deja libre en un universo sin destino.
Buenas noches.
Cuando la luna me embriaga con su luz para que sienta cierto desamparo, cierta desesperación, bailo un tango amable para no enloquecer; hasta que por fin con su ojo me deshace en una sombra que se pierde en sueños, y me deja libre en un universo sin destino.
Buenas noches.
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